Buen gusto. ¿Alguien sabe lo que es? Para algunos, significa una eterna huida hacia delante para poner en evidencia al de al lado: un juego esnob condenado a la eterna frustración. Otros dirán que es una soberana estupidez y que, ande yo caliente, etcétera etcétera. Pero nadie está a salvo. Justo anoche, una amiga que está a punto de firmar la compra de su primera casa se reconocía agobiada porque a su madre no le gustaba un sofá que había visto en Wallapop. Y, como protesta (¿suicidio?) por estar tan sugestionada, ella se veía tentada de comprar un cartel con un mensaje tipo “desayuna sonrisas”, de esos que venden en las tiendas de souvenirs de Zahara de los Atunes. “Tampoco te pases”, le contestó otro amigo, “No sé si quieres ironía en el salón”.
Por la misma razón que la comedia es el género más difícil, soy, en general, contrario al sentido del humor en la decoración. Es consecuencia, supongo, de haberme criado viendo revistas donde una tapa de váter con estampado de vaca era un tipo de kitsch aceptable. Una faena. Pero no quiere decir que uno tenga que poner la casa como Isabel Preysler. El hombre de portada del nuevo número de ICON Design (llegó el sábado al kiosco), el diseñador, decorador y galerista inglés Jermaine Gallacher, no menciona ni una vez el sentido del humor. Y mira que no hay seriedad en sus interiores de belleza un poco enloquecida (que son, eso sí, una patada al buen gusto entendido como minimalismo milenial, que diría Jordi Labanda en su columna). Jermaine ocupa un sótano casi mágico y lleno de cachivaches en el este de Londres. Es un hombre vehemente y explica sus ideas con franqueza. En parte, sigue siendo aquel niño raro enamorado de los muebles pintados que su madre compraba en una tienda llamada Fantasy Furniture.
Disculpen que me ponga en modo promocional, pero hay muchas buenas razones bajar al kiosco y hacerse con la versión impresa de ICON Design: la oscura nave de Usera que la artista Esther Merinero ha transformado, con la ayuda del estudio Burr, en un luminoso espacio creativo; el apartamento de 55 metros cuadrados en París que la interiorista Marie-Anne Derville ha llenado de muebles imposiblemente maravillosos; aquella exposición que hace cien años alumbró el art déco, o un reportaje sobre ese barrio a medio camino entre la joya arquitectónica y el crimen urbanístico llamado La Albufereta, en Alicante. El arquitecto Eduardo Mediero cuenta su historia —bares de swingers incluidos—. Todo ello lo podrán ir leyendo en los próximos días en la web de ICON Design, pero, insisto, nada como la versión en papel.
Volviendo al buen gusto, los mecanismos de validación que aplicamos a los muebles, las casas y los artefactos culturales que consumimos son, muchas veces, enemigos de lo que realmente nos apetece. Y nos colocan a merced del algoritmo. Uno de los días que pasamos en Londres produciendo los reportajes del nuevo número, volviendo al hotel junto al Támesis, el fotógrafo, Pablo Zamora, me comentó: “¿Sabes que justo aquí, una vez, me encontré con la Reina paseando en coche descubierto vestida de verde celadón?”. Eso no sé si es buen gusto o placer culpable pero glamour tiene un rato.
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