Hace tiempo fui al banco y pregunté si tenían cajas de seguridad para guardar algunas cosas: recuerdos, sobre todo, que se podían perder en una mudanza próxima. El hombre que me atendió puso cara de desconcierto, se lo expliqué otra vez y, con la misma cara, me contestó que eso ya no existía, que ellos no guardaban nada. Me llamó la atención porque me parece bastante razonable que un banco, ente que hace negocio alquilándote un espacio para meter tu dinero, ofrezca también la posibilidad de custodiar tus bienes preciados. Teniendo en cuenta, además, que los bluespaces crecen como champiñones. Pero nada, me volví a casa decepcionado.
Había olvidado la historia hasta que leí Do Something, la autobiografía del periodista estadounidense Guy Trebay y uno de mis ídolos. Trebay tiene una historia familiar tremenda: creció en una casa idílica de Long Island, pasó la adolescencia de viaje en viaje de LSD (eran los años sesenta) y, en general, su etapa de formación cabalgó a lomos del dinero que su padre había amasado gracias a una fragancia, Hawaiian Surf, que resultó ser un catastrófico one hit wonder. La historia es más compleja, pero cuando el perfume se dejó de vender, el castillo se derrumbó. Arruinados y distanciados, sus padres se divorciaron y en medio de la tragedia Lucille, la madre, enfermó de cáncer y murió con poco más de 40 años.
Guy se mudó a Manhattan para buscarse la vida, y qué vida: hizo películas en Super 8 con Peter Hujar, frecuentó a Horst P. Horst, puso copas en el Max’s Kansas City, se hizo amigo de Joan Didion... Pero no estamos aquí para hacer name dropping. La casa maravillosa se quemó en 1975 en medio de una tormenta de hielo y Trebay solo pudo recuperar una maleta que, milagrosamente, había sobrevivido al fuego y la nieve (“el fuego es algo vivo y hambriento: devora lo que quiere y se salta lo que no le apetece”, escribe en el libro. “Aprendí que a veces los bomberos roban”, añade más tarde).
El caso es que, durante décadas, el periodista guardó sus recuerdos —un reloj barato que le compró a su madre cuando estaba ya en el hospital, pasaportes viejos, una lista de las últimas direcciones de sus amigos fallecidos — en una caja de seguridad de un banco de Nueva York. Cada noviembre, en el día del cumpleaños de Lucille, Trebay vuelve al banco, abre la taquilla y revisita el contenido... hasta este año: “Justo acaban de desahuciarme. El otro día recibí una notificación de que debíamos desalojar las cajas porque el día 1 de octubre dejarían de ofrecer ese servicio. No lo quiero dramatizar mucho, pero ha sido un poco como si me desahuciaran de la ciudad”, me contó en un momento de la conversación que publicamos en el número de octubre de ICON y, hoy mismo, en nuestra web.
Reconozco que aquel día que fui al banco me hizo ilusión imaginarme guardando mis cositas en una taquilla subterránea. Lo había visto tantas veces en tantas películas que di por hecho que eso era así. Supongo que nos pasa igual con los juicios, la consulta del psicólogo (qué decepción cuando no hay una bonita oficina con chaise longue) o, no sé, los pequeños restaurantes con manteles de cuadros vichy donde los guionistas colocan siempre a sus personajes. Entiendo que existan muchas más cosas, pero exijo mi derecho a una cajita en el banco y a un restaurante con mantel de cuadros vichy a la vuelta de la esquina. Que, por otro lado, tiene mucho que ver con vivir en una ciudad civilizada que no te vaya desahuciando a la mínima de cambio. Nosotros nunca lo haríamos. Disfrute de nuestro nuevo número
|